Muchas veces sentimos molestias físicas que no tienen una causa médica clara: dolores de espalda, pesadez en el pecho, cansancio constante o tensión en el cuello. Pero lo que ignoramos con frecuencia es que el cuerpo es un espejo del alma, y cuando callamos lo que sentimos, él toma la palabra.
Nos duele el cuerpo porque cargamos emociones que no liberamos. Guardamos silencios por miedo a confrontar, por temor a herir, por no incomodar. Soportamos relaciones que nos desgastan, vínculos que ya no nos nutren, solo por costumbre o miedo a estar solos. Esa resistencia, ese aguante constante, termina manifestándose como contracturas, inflamaciones o agotamiento extremo.
Dormimos, pero no descansamos, porque la mente sigue activa durante la noche. Nos desconectamos de lo que nos apasiona, de lo que nos hace vibrar, y vivimos atrapados en rutinas vacías. Eso también enferma.
Nos duele el cuerpo porque tragamos el llanto cuando necesitamos desahogarnos, porque no nos permitimos expresar la rabia, el miedo, el dolor. Culpas ajenas que arrastramos sin merecerlas, expectativas que nos imponemos sin compasión, el olvido de nuestras propias necesidades: todo eso se acumula en el cuerpo.